Recortable infantil con una Bandera de “camisas negras” de la División XXIII
Desde julio de 1936 llegaron de Italia algunos militantes fascistas para luchar junto a los sublevados contra la República. Entre ellos Arconovaldo Bonacorsi, quien se hacía llamar “Conde Rossi”, tristemente famoso por dirigir la represión en Mallorca, de la que el escritor católico francés Georges Bernanos dejó testimonio en su libro Los grandes cementerios bajo la luna. Cuando, entre finales de ese año y principios de 1937, desembarcaron en España los cuarenta mil hombres y sus equipos que formarían el Corpo Truppe Volontarie (CTV) se mantuvo la apariencia de voluntariedad para sortear el Pacto de No Intervención, aunque pronto sería un secreto a voces. Llegaron entonces varios miles de camicie nere (camisas negras, así llamados por su uniforme) de la Milizia Volontaria per la Sicurezza Nazionale (Milicia Voluntaria para la Seguridad Nacional), organización paramilitar creada a principios del 1923.
Muchos de esos hombres, como afirmaba la propaganda oficial, fueron a combatir a España por su fe fascista y contra los que consideraban enemigos de la religión católica. Otros muchos, sin embargo, la mayoría campesinos y jornaleros procedentes del sur y de las islas, fueron por necesidad, para escapar del paro y dar de comer a sus familias (su media de edad superaba los treinta años). De ahí la importancia que cobraron los incentivos económicos, a través de generosas pagas, y de carrera para los oficiales. La ficción del voluntariado no solo permitía mantener la apariencia de neutralidad, sino que alimentaba el mito fascista del “ciudadano soldado”, combatiente por un ideal político. Aun así, la Milicia y el Real Ejército tuvieron que recurrir al reclutamiento forzoso para llegar a completar las unidades enviadas a España.
La perspectiva de luchar en tierras lejanas no alentaba la movilización espontánea, sin que se pudiera invocar un peligro cercano o una amenaza contra las propias fronteras nacionales, como en la Primera Guerra Mundial, ni siquiera promesas de trabajo o de compensación territorial como en Etiopía. La guerra en España se planteaba como una empresa fundamentalmente ideológica, una oportunidad para constituir un “nuevo orden” europeo. Sin embargo, tras la derrota de Guadalajara, cuando empezaron a conocerse sus onerosos costes en términos humanos y económicos, hasta el propio Mussolini admitió la dificultad de conducir una “guerra de doctrinas” en ausencia de una motivación inmediata por la defensa del territorio, de la patria o la propia casa.
FJMS