Cromo de Santiago Casares Quiroga
Creator: Empresa de impresión R. Llauger, Barcelona.
Source:
Private Collection
Date Created: 1931
Extent: 1 item
41.38289, 2.17743
Santiago Casares Quiroga presidía el Gobierno que sufrió la sublevación de julio de 1936. Había sustituido a Manuel Azaña en mayo, tras la elección de este como presidente de la República. Fue una solución de emergencia ante el rechazo del socialista Indalecio Prieto. La oposición de Francisco Largo Caballero y los suyos a que los socialistas volviesen a un gobierno republicano era tan fuerte que Prieto temía que aceptar la presidencia rompiese en dos al PSOE.
Casares había llegado a Madrid como representante del republicanismo gallego en el Pacto de San Sebastián. Antes había protagonizado la vida política de A Coruña como concejal republicano y como abogado obrerista. Su participación en el Comité Revolucionario y su posterior entrada como ministro en los gabinetes republicano-socialistas del primer bienio terminaron de consolidar su fama. Por ello fue uno de los protagonistas de los cromos de la colección “Grandes personajes de la República” de Chocolates y cacaos Eduardo Pi de Barcelona, creada en medio del júbilo de la proclamación del nuevo sistema político.
Pero esta imagen festiva no es la que ha perdurado de Casares. La dureza con la que se enfrentó a los partidos de derechas durante 1936 le granjeó una fama de hombre colérico y su salida del Gobierno un día después del golpe asentó la leyenda de político pasivo y superado por las circunstancias. Fama y leyenda en buena medida transmitidas por el franquismo y sus mitos, como el que lo hace responsable del asesinato del líder derechista José Calvo Sotelo, bajo la acusación de haberlo señalado como víctima en un duro enfrentamiento que ambos habían protagonizado en un debate parlamentario en el Congreso poco antes.
El Gobierno Casares se centró en recuperar las reformas del primer bienio para consolidar la República, pero su mayor problema fue el orden público. La radicalización progresiva generó un efecto de acción/reacción. Cada muerto exigía una represalia. Casares buscó frenar esa espiral de violencia callejera restableciendo el principio de autoridad, recuperando para el Estado el monopolio de la violencia y reprimiendo todo lo que se saliese de la legalidad. Para que su control sobre la protesta callejera de las izquierdas no rompiese la confianza de sus socios electorales, acompañó sus medidas de un discurso antifascista muy beligerante ante la prensa y también en sus debates parlamentarios. Sobre este discurso sus enemigos comenzaron a dibujar su caricatura.
Ante los rumores de conspiración, al igual que Azaña, mantuvo una postura legalista. No querían dar pasos en falso ni moverse sin pruebas por respeto a la ley y por temor a precipitar la sublevación, creando mártires que llevasen a la rebelión a quienes aún no habían optado por ella. Esta postura hizo que muchos de sus socios de izquierda lo considerasen débil o ingenuo. Tras el asesinato de Calvo Sotelo, Casares presentó su dimisión, pero Azaña no quiso aceptarla todavía, sino que prefirió gestionar los tiempos. Pero la sublevación llegó antes que el relevo, y Casares tuvo que afrontar la tarea de frenar el golpe desde una situación de interinidad.
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