Luisa Martín Rojo
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Me llamo Luisa Martín Rojo, soy profesora de Sociolingüística en la Universidad Autónoma de Madrid y nieta de Gonzalo Martín Andérica, cuya historia intento reconstruir entre muchas lagunas y silencios familiares. Jefe de Correos y Telégrafos en Barruelo de Santullán, importante centro minero del norte de Palencia. Allí también fue elegido juez de paz y dirigente de la Casa del Pueblo.
Fue encarcelado por su implicación en la Revolución de Asturias, en relación con un telegrama con el que aseguraba haber evitado la llegada de la Guardia Civil al comunicar que reinaba la tranquilidad en el pueblo. Tras su liberación, al parecer se apartó de la vida política. Con la victoria del Frente Popular en 1936, fue nombrado jefe de Correos y Telégrafos de la ciudad de Palencia, cargo que desempeñaba cuando se produjo el golpe militar. Al parecer, los días siguientes al golpe faltó al trabajo.
Tras el triunfo de los sublevados, fue destituido, degradado y trasladado, primero a San Sebastián y luego a Oropesa, como telegrafista. Hasta allí le alcanzó la venganza por una sentencia que había dictado siendo juez de paz, en la que condenaba a la central eléctrica a pagar una indemnización por un accidente que había acabado con la vida de un joven. Se abrió entonces contra él un consejo de guerra sumarísimo por “alta traición”, en realidad por su ideología y trayectoria republicana. El propio cura de Barruelo lo denunció, dejando claro en su declaración que se le juzgaba por ser “siempre marxista de corazón y furibundo propagandista de las ideas revolucionarias.”
Para ser juzgado, fue trasladado a la cárcel de Palencia, un lugar especialmente duro, como bien describió Miguel Hernández en sus cartas. Los presos enfermos se hacinaban en el suelo de una prisión que albergaba a muchos más reclusos de los que podía soportar. No recibían alimentación ni abrigo adecuados y sobrevivían gracias a la comida y la ropa que les llevaban sus familias, que además compartían con quienes, como el propio Hernández, no tenían a nadie que los asistiera.
Por eso he elegido mostrar la bolsa de pan conservada por su hija, mi tía, con la que la familia llevaba alimentos a la prisión. Mi abuelo no soportó aquellas condiciones inhumanas y murió antes de que se dictara sentencia en su consejo sumarísimo de guerra, en el que se le acusaba de delitos tan terribles como ser “marxista de corazón y furibundo propagandista, enemigo declarado del Glorioso Movimiento Nacional y sujeto peligrosísimo por su cultura, sagacidad y dañinas intenciones”.
En su certificado de defunción se borró cuidadosamente toda identidad: solo figuraba su primer apellido, Martín, sin profesión ni domicilio conocidos, y sin mención alguna a sus familiares. Se consignó como causa de la muerte un enfisema pulmonar. Fue enterrado junto a la cárcel en el siniestro cementerio de La Carcavilla, aún no completamente exhumado.
Su hermano, capellán de la cárcel, tuvo que rogar y suplicar para que se corrigiera el registro de defunción y se reconocieran su nombre completo, su condición de viudo y la existencia de sus tres hijos que quedaban huérfanos, requisito indispensable para que la familia pudiera acceder a una pensión.






